Hoy les traigo de nuevo una contra-invasión de uno de mis últimos descubrimientos en la blogosfera que ha sido un premio más en este largo viaje que como peregrino estoy realizando.
Ya saben que me gusta la gente con talento y por ello
Mauro Navarro vuelve a estar en esta casa para que más lectores se animen a seguir su estupendo rincón, lugar dónde el verbo se baila al son de adjetivos y frases llenas de ritmo.
Siempre
me contaron, que el día que se casó Neo, la cima del monte se juntó
con unas nubes grandes, que descargaron una lluvia tan torrencial,
que ni los más viejos del lugar pudieron recordar, hurgando en su
memoria, semejante diluvio acontecido.
Dijeron que caían gotas de
kilo y que todas las sillas de madera de los bares veraniegos que se
ponían en la plaza, bajaron hasta la Iglesia como en un desfile
procesional de Semana Santa.
Se ahogaron las mulas, se
inutilizaron los carros y perecieron tantas ovejas, que durante mucho
tiempo, comer carne de cordero estuvo tan solicitado, que solo fue
privilegio de los más pudientes.
Inundó el agua las casas como en
aquellos tiempos perdidos en la memoria, cuándo en gran parte del
pueblo aun no existía el agua potable y el uso de cuartos de aseo,
era cosa como de película.
Se pudo ver, como algunos aprovecharon
para quitarse las costras acumuladas durante años y muchos de los
que se creían morenos a causa del tórrido sol a que estaban
sometidos en el verano manchego, comprobaron con asombro, al mirarse
en los espejos, como sus caras cambiaron y unos rostros relucientes y
despojados de mugres milenarias asomaron nuevos y sonrojados ante sus
ojos.
Se desencadenaron entonces los
deseos y los maridos corrieron por los pasillos persiguiendo a las
esposas, que lozanas y aseadas, provocaron en estos deseos tan
contenidos, que nueve meses después, se observó con grato asombro,
como el censo se incrementó con la llegada de un buen número de
tiernos infantes.
Y uno de ellos debió ser, según constó en los
padrones, el hijo de un hombre recio al que apodaban El Ruto.
Contaron las malas lenguas, que
ya en aquellos momentos, esta pequeña criatura cubierta de pelo
negro, despertaba alborozado si el olor del anís penetraba por sus
narices.
Por ello muchos años después, en tiempos más actuales,
siempre destacó por beber tales dosis de esta bebida incolora, que
su aturdida mente llegaba a tal estado de éxtasis y sosiego, que
podía vérsele durmiendo durante días, plácido y sereno en los
portales de la plaza, sin importarle el frío o el calor, ni la
compañía de algún perro que, errante y abandonado, se acercaba a
lamerle las orejas y a erizarle por el gusto del cosquilleo, unos
inmensos bigotes que tiempos atrás había dejado crecer para
satisfacer los deseos y apetencias de una esposa pasajera, que como
ave migratoria dé corto paso, había encontrado en una de sus
azarosas visitas a los poblados burdeles que circundaban las afueras
del pueblo.
Era de buen ver; oronda, rubia
de anchas caderas, pechos vigorosos y cierto es que extrañó a los
más viejos del lugar, ver a una hembra de tales bríos, con aquel
patán desmadejado.
Se hicieron lucubraciones y corrieron en los
casinos millares de apuestas sobre el tiempo que habría de durarle
tal criatura al pobre Ruto.
Al acercarse el día de la boda, hubo
grandes celebraciones y corrieron ríos de vino; se consumieron
docenas de botellas de anís y un olor rancio de borrachera se
extendió por todo el pueblo, hasta que siete días después, una
mañana de densa niebla, un viejo centenario que barría de hojas y
papeles la plaza de la Constitución, tropezó de repente con un
bulto recostado al lado de la fuente de los leones y quedó invadido
por el asombro, cuando pudo comprobar, que aquel hombre al que le
colgaban sendos témpanos de hielo de los agujeros de la nariz, era
el Ruto roto por la melancolía.
Avisados con urgencia los
médicos, le dieron friegas de agua caliente y prepararon inmensas
ollas de tisana, para recuperar aquel cuerpo destrozado por la
añoranza y el abandono en que le había sumido la partida de la
recién estrenada esposa, que había huido presta, con dinero y
documentos, que acreditaban como española, a quien en realidad era,
una dominicana experta en las artes y excelencias del oficio más
antiguo del mundo.
Nadie la vio partir, y ningunos ojos pudieron ver
el rumbo que tomaba su figura sinuosa.
Solo mucho tiempo después
aseguraron que Casimiro, un hombre gris que siempre viajaba en los
viejos trenes que iban hacia el norte, descubrió a la dominicana en
un burdel de las afueras de Betanzos.
Casimiro salía del pueblo,
sistemáticamente, el primer día de cada mes, a vender las navajas
que su padre y un hermano corto de luces y entendimiento, del que
nadie recordaba la edad, ni el día que lo parieron, fabricaban en
una vieja fragua comida de hollín por los cuatro costados.
Comentaban las malas lenguas, que vivían como perros y que la madre
muerta muchos años antes, había perecido medio loca en la cuadra de
los cerdos.
Casimiro volvía, también por costumbre, el primer día,
de la segunda quincena de cada mes, sin navajas y con los bolsillos
menguados, por su reconocida afición a recorrer todas las casas de
mujeres de vida fácil que encontraba por el camino.
Por ello, las noches en que se
le encendía la pasión y el inmenso arrebato del deseo le quemaba la
sangre, peregrinaba furtivo, escondiéndose entre sombras, hasta la
casa de la Inés y anunciaba su presencia con breves aldabonazos en
la puerta.
Cuando tardaba en abrir, sabía Casimiro que la Inés
estaba ofreciendo sus favores a otro pobre necesitado.
Entonces
vagaba dando vueltas al cuarterón, hasta que el odiado visitante
abandonaba la casa y repitiendo el mismo serial, se abría la puerta
y aparecía la Ines, sesentona, sobrada de carnes, invitándole a
pasar complaciente y distinguida.